EL VIAJE DE AHMED (Egipto, años 50) (A José Luís, Cati y Anni)
Por las tardes acudían al final de un caminito en cuesta, ya en las
afueras de la aldea de sementeras, herbazales apretados, y casuchas
rodeadas de barro entre los palmerales, Nur, la hija de Selim, el
pescador, y el pequeño Jali, su hermano. La niña, cumplidos ya los
catorce años, era flaca y tiesa, la faz bruñida como un óleo, ceñido
el cuerpo enclenque por un vestido rugoso, de colores exhaustos, que
olía a humillo envejecido, pegajoso, el mismo que se apretaba como un
musgo bajo los fustes y las resecas grietas del adobe hogareño, que
compartían con Hamida la tejedora, su anciana abuela. Jali, de cinco
años, esquiladito y leve como la caña del papiro, la mirada blanda y
morena, lucía entre el ropón resquebrajado de su yilbaba un
vientrecillo trigueño, terso y socavado. Umm Sarwat le dio a luz al
tiempo que entregaba su alma. Selim había fallecido meses antes entre
la gran oleada de peregrinos accidentada en un puente próximo a la
Kaaba, mientras cumplía el mandato del Profeta.
En lo hondo, la placentera umbría de las palmas formaba un verdor
tibio y cerrado sobre la raiz de los troncos. Y desde el gran río de
los ritos, como aliento delicioso, se alzaba una calina azulada que
atravesaba el palmar al igual que una dádiva de aguas míticas; como si
arrojasen un óbolo de sumisión adormecedora al viajero, al vagabundo,
al menesteroso.
En la ribera alzaba su brazo Ahmed. Sus ademanes burlones, la
esponja pringosilla de su risa, la masa encendida, cruda y rayada de
la yilbaba sobre sus hundidas ijadas, y todo cuanto le rodeaba parecía
impregnado de la dulce pereza de la tarde. Se hallaba en el regazo
diminuto de una charca, y se asomaba, avizorante sobre la grada
mutilada de la vieja faluca de Harún, su padre. Subió ahora la voz,
observando la plenitud andariega de los otros niños. Nur y Jali daban
un grito, como si se despeñasen en el retozo de la pequeña ladera. Se
enardecían las negras pupilas de Ahmed, sus ojos exaltados les
advertían de las caídas, dichoso bajo el fuego leonado que brincaba
sobre las aguas anchas del Nilo, que más allá se desplegaba abrasado
como un mar. Penetrándolo todo, llegaban las risas. La comitiva era
reducida. Nur golpeaba el costado de Numrruu, su burro, que, siguiendo
sus hábitos testarudos, siempre erraba entre los herbazales, o
remoloneaba entre algún vertedero, haciendo caso omiso del rebullicio
infantil de Jali, o de la voz caliente y sencilla de Nur. El racimo
enjuto de sus manecillas se hundía en la testuz cenicienta del
jumento, más voluntarioso para perderse entre los jugos de las
sementeras que para dejarse arrastrar por la varilla jerárquica del
ama. Jali le trastornaba con sus risotadas de alarido, le tiraba del
leño ondulante del rabo, le apuñazaba las mandíbulas, y le hablaba en
el oído murado de sus orejotas. Los niños esparcían sus gracias
marimandonas, y el jumento, ya agoniado por la prisa, se entraba con
ellos, medroso, entre aquellos limos eternos frente a los que se
mecían los restos desarbolados de la barca de Ahmed, que hincaba ahora
la percha en el estaño mortecino de la charca.
Nur y Jali, lindantes con el río, tras empujar a Numrruu y apartarlo
de las hierbas acuáticas, por miedo a que pudiera hundirse en la poza,
acogieron impacientes al barquero. Ahmed apoyó la larga percha en la
ribera, frente al relumbre indiferente de los ojos de Numrruu, que
giró en una vertiginosa pirueta, refugiándose entre el herbazal
silvestre, pronto a satisfacer su hambriento estómago."¡No te alejes,
Numrrruu!", exclamó Nur. Y el burrillo agachó el dorso de su cuerpo
con expresión de porfía. Jali, ya en la barca, mostraba glorioso su
costrilla humana, engullía con ansia el aliento delicioso del momento,
porque su niñez tenía el ímpetu, el embelesamiento, el fervor del
gozo, mientras su bruna cabecilla se copiaba, como en un sueño, en el
espejo del agua. Le reconvino Ahmed, "¡Te vas a caer, mocoso!" Se puso
de pie. Nur se había recostado, y, como una clámide de dulce ascua que
revoloteara henchida por entre las brisas del Padre Nilo, señaló un
familiar y centelleante triángulo de grullas... "¡Allí, Ahmed,
allí...!, gritó entonces Jali. La charca no era más que una estrecha
lengua sobre el limo del río, en la que se clavaba incansable la
percha de Ahmed. La barca se deslizó, penetrando hasta el fondo del
canalillo. "Ahora, Ahmed,... allí, ¿no los ves?". El cuerpo cenceño
del muchachillo se destacaba coronado de sol, y caló la red sobre la
acuática pátina azulada, que se hundió como una hilatura de plata de
la más viva claridad. Lanzó Jali un grito de júbilo, asomándose por el
pretil de la barca. "¡Los vas a espantar, mocoso!", se oyó la voz de
Ahmed, firme como un mandato. A poca distancia se mostró, orondo,
soprendido, y, finalmente, atrapado por la rápida marcha de la red, un
pequeño banco de "ialtrys", que se ovillaban como ocultas brasas
amarillentas cerca de las riberas, bajo el vendaval de luz que
formaran las viejas aguas del Nilo... Nur aspiró el amor del agua, en
aquel atardecer de beatitud y llenura. "Mira, Ahmed, el búfalo de mi
primo Akbar", indicó luego la niña... Pastaba el animal en una playita
de juncos, lindante a la charca. A poca distancia, en su
magníficamente arbolada faluca, pescaba Akbar. Fue el principio de la
tristeza de los niños. "Mi abuela dice que Akbar ya nunca se casará
con tu hermana Fátima... Mi abuela dice que si a Harún, tu padre, que
se fue a El Cairo, ya va para dos años, a ganar dinero para su dote,
Dios lo hubiera colmado de venturas, ya habría vuelto"... Ahmed la
escuchó, mientras Jali le ayudaba con la red, dichoso como si
despertara de un sueño de grandezas. "Mi abuela dice que Akbar es un
buen muchacho, que siempre ha sido un novio formal, pero que Harún, tu
padre, no regresará porque El Cairo provoca deseos que los hombres no
pueden dominar,... porque hay mujeres que son como hijas de serpientes
que obligan a los hombres a olvidar a sus familias..., y que, contra
el mandato de Dios, se convierten en padres desconocidos, porque esas
mujeres embrujan su alma e impiden que Alá oiga las plegarias de los
que aquí quedaron huérfanos"... Los ojos de Ahmed echaron chispas. Y
recordó aquellas grandes embarcaciones aderezadas de galas
pecaminosas, entre un estruendo de multitudes, que, frecuentemente,
surcaban el Nilo, dejando una huella de la emoción peregrina, casi
abominable, de aquellos extranjeros que en la aldea llamaban
"británicos". Y todo el rumor del palmeral le gritaba la desaparición
de Harún. Soltó la red el muchacho y se incorporó jadeando: "¡Tu
abuela!... ¡Tu abuela no es más que una vieja chocha! Que Dios la
perdone y tenga compasión de su alma, porque también ella habla como
una hija de serpiente, y hace llorar a mi madre y a mi hermana." Nur
suspiró. "No te ofendas Ahmed, te lo ruego. Dios es
misericordioso...Tu padre volverá". Ahmed contuvo un sollozo, y,
dulcificado, dijo, "Tu abuela es libre de hablar lo que quiera". Jali
estiró su hociquillo, y puso su mano ondulante, suave y triste, sobre
el brazo tenso de Ahmed. "Pero yo no voy a esperar más, ahorré algunas
libras de la última venta de los barbos y cromis". Frunció el ceño el
muchacho. "Oid esto, porque Dios me va a ayudar para que todo salga
bien. Me iré muy pronto. Voy a probar suerte como los demás que se
marcharon y volvieron. Entonces tu abuela sonreirá, y no podrá decir
que Harún es un padre desconocido para nosotros. Tú reza por mí, Nur".
La niña había movido su cabeza con gesto interrogante. "¿Y cuándo será
eso?"... "¡Pronto, y espero que Alá oiga tus plegarias!"-
*
..."¡Numrruu se muere!... ¡Numrruu se muere!", se desgarraba,
helada y trémula, la voz de Jali. Las mujeres dejaron su horno, la
anciana Hamida su telar, Ahmed su barca, y los hombres sus mil
quehaceres artesanos. La aldea se cerró en pos del pobre jumento, y
hasta las aves del gran cielo se detuvieron en su copa de palmas. Con
los bracitos tendidos y vibrantes, Jali, entre sollozos, se crispó
luego en un reverencia de amor como si trenzar pudiera con sus manos
temblorosas las oquedades del vientre de Numrruu, o las desolladuras
de sus patas de felpa. A Nur la trababa la flojedad de sus rodillas,
hasta que acabó postrándose ante el belfo colgante del jumento. Le
miró las pupilas vidriadas, y después gritó horrendamente entre
lágrimas: "¡Numrruu no te mueras!... ¡Numrruuuuuu...!" Un viejecito
enteco tendió su índice frágil, "Tiene el veneno entre sus dientes"...
Y los dedos de Nur saltaron hacia el tajo monumental de aquella
bocaza, entre los que fermentaba una costra parda, y arañó el hocico
dentado de Numrruu como un enloquecido creyente que arrancara de un
pórtico los símbolos de la abominación. Entonces Numrruu dio un
vuelco, sus patas quedaron yertas, se le hinchó la tripa, y las
membranas untuosas y alargadas de sus ojazos se perdieron para siempre
en un lugar de olvido, como las órbitas gelatinosas de un ciego. "Dios
creó la vida y la muerte, y ese misterio siempre hizo estremecer a los
hombres"...
*
... No, él no haría lo que su padre. Ahmed el barquerillo vio
claro. Por el Nilo avanzaban las falucas cargadas, los palmerales se
extendían por todas partes. El Nilo y sus aldeas formaban un pequeño
universo que jamás cambiaría. Pero los hombres huidos desfiguraban las
familias, y él no deseaba presenciar la destrucción de su mundo. ¡A
Asiut! Su línea férrea lo llevaría hasta El Cairo. Recordaba muy bien
la primera carta de su padre. El largo viaje y su dirección estampada
en el sobre. Alí el barbero se la había leído varias veces, y él la
guardaba como un tesoro. Tras la muerte de Numrruu los días pasaron
como una exhalación. Le causaba cierto orgullo la consideración de que
él era el único muchacho del pueblo (había cumplido ya los quince
años) capaz de emprender aquella aventura de hombres. Su madre y su
hermana se consumían lentamente, y no discutieron la marcha de Ahmed.
Fue en la víspera de la partida, cuando Nur y Jali transfundieron su
sustancia de niños, y se incorporaron a la ajena: a la del hombrecito
Ahmed. "Pero una chica es distinta", puso reparos el muchacho, "Y a
Jali le espantará el tren. Me traeréis mala suerte. ¿Y tu abuela? Su
cólera no tendrá fin" "Cuando lo sepa, ya estaremos lejos. Luego todos
nos envidiarán, porque Harún, tu padre, volverá con nosotros", expuso
Nur decidida, "Y Jali no es cobarde" El pequeño ratificaba con la
cabeza. "Llevaré dos mantas, las venderemos. Tenemos dátiles, pan y
queso, ¿verdad Jali?"... "¡Sois hijos de una loca!", rió Ahmed...
Aquella mañana, cuando tan sólo despertaron los perros, atravesaron
los niños el suelo fértil donde crecía el sorgo, el trigo y el maiz de
los fellahin. Bebieron en un sâdüf. Y luego salieron al camino alto
con bordes de cactos y cambroneras. Un racimo de camelleros observó
con curiosidad risueña el andar rítmico y decidido de los niños,
protegida por su pañuelo la cabeza de Nur, dobladas las capuchas sobre
las yilbabas de Ahmed y Jali, las sandalias de cuero enrejadas en sus
piernecillas leves. Una conciencia de goce movía sus corazones. Y
miraban a su alrededor como si todo les perteneciera. La carretera
polvorienta de Asiut se recortaba hasta la lejanía. Por un lado el
viejo y duro oleaje de arena, por otro, el relumbre distante del Nilo,
y la coloración húmeda, tierna y vegetal de los campos labrados...
Un viejo cupé que había aparecido de pronto y que, desde la
distancia, parecía luchar por seguir adelante sobre el aquel fuego
arenoso de la arteria, se salió de la misma. Luego, ante el asombro de
los niños, se abrió una puerta. Bajó una mujer rubia. "Es una
británica", dijo Ahmed. "¡Tráetelos!", exclamó en su idioma una voz de
hombre que permanecía en su asiento. "Nos servirán de escudo para
pasar el control de Asiut"... "¿Asiut?, inquirió Ahmed. La única
palabra inteligible resonó en sus oídos como un zumbido mágico. "Tengo
miedo", dijo Nur. La mujer rubia miró a Jali y sonrió: "¡Asiut, sí,
sí, Asiut!", repitió Ahmed... "¡Que suban ya!" Otro hombre abrió la
portezuela. Observó el muchacho sus enormes botas, y una extraña
correa militar con balas de revólver alrededor de su
cintura..."¡Venga, subid al auto!" Resopló el cupé como un torbellino.
Los hombres parecían airados. La mujer, algo confusa, discutía con
ellos. Los niños apenas respiraban. El cupé se bamboleaba, y Jali tuvo
un pequeño espasmo: "¡Voy a vomitar, Ahmed!" Paseó el niño su mirada
horrorizada ante el paisaje en movimiento, mientras hundía su barbilla
en el pecho de Nur. Ahmed se rió: "Aguanta Jali, nada vamos a perder
si con estos británicos llegamos antes a Asiut"... "Mi abuela dice que
son una raza de demonios", aventuró Nur. "A mí me parece bien, pero
reza al Profeta si así lo quieres"...
¡Asiut!: por fuera, oleosa y verde, hervían los vapores aceitunados
de las labranzas. Por dentro, temblorosa de turbantes, buscaba la
umbría entre sus callejones abovedados, frente a los toldos de los
bazares y los muros amarillentos. El sol caía a plomo, y como un ave
gorda que atravesara el azul, se revolcaba, cegador, sobre las
techumbres, y brincaba a lo largo del surco resquebrajado de los
caminos. Llegaron los viajeros por la puerta oriental, entre un
griterío de buhoneros y el roznar de los camellos. Jali había
vomitado, mientras la mujer rubia, salpicada, se dirigía, con voz
contrariada, a los otros dos hombres: "¡Cállate la boca!" Disminuida
ya la velocidad, el conductor le hizo una expresiva mueca. Ella se
apretó entonces a los muchachos, con fingido cariño. "¡Queremos
irnos!", replicó Ahmed. Los hombres refunfuñaron: "Hay muchos
policías", dijo ella, "¡Pisa el acelerador de una vez!"... "¿Adónde
creen ustedes que van?", asomó por una ventanilla el rostro crispado
de un guardia. "¡Estamos limpios!", dijo el conductor alzando las
manos. "¿Y esos niños?"... "¿Quiénes sois?", preguntó en árabe el
policía a Ahmed, que pugnaba por salir del coche, empujando a Nur y
Jali. "Vamos a El Cairo. Ellos nos han traído hasta Asiut". Se acercó
otro vigilante con un par de fotos en la mano: "¿Parece que andan
ustedes un poco perdidos?"... "¡Son ellos, los sujetos de Assuan,...
que bajen inmediatamente!", habló en árabe. Ahmed había observado la
cartuchera en uno de los asientos delanteros. El conductor y su
compañero dejaron de sonreir. Se escuchó el alarido de la mujer, al
tiempo que un disparo destrozaba el rostro de uno de los guardias.
Ahmed forcejeó con la puerta del cupé, y a empellones lanzó a Nur y
Jali fuera del mismo. Tras el tiroteo, las gentes se habían refugiado
en los soportales. Los ocupantes del coche habían muerto...¡"Los
británicos, siempre los británicos!", hincaba la cuña humana su
desprecio sobre los cadáveres.
*
... Aquel recinto articulado de los vagones ofrecía una convulsión
heterogénea de cuerpos siluetados por entre los cantones acuchillados
de las ventanas angostas. Un pulmón escamoso y negro que aspiraba la
densidad desértica, que unas veces orilleaba el Nilo y otras ahondaba
en el misterio pedregoso de una tierra aposentada en los tesoros de
sus tumbas. Hasta Al-Minya llegó el aviso telegráfico del enojo de
Hamida. Nur y Jali, sumidos en llorosa consternación, debían ser
restituidos a la aldea de inmediato.
La vivacidad propicia de los trenes coronaba los vagones atestados:
"¿Qué pecado he cometido? Mi hija ha muerto, y mi yerno me ha echado
de casa"..."¡Y para mí no hay sermón piadoso que me cure el corazón!
Quiera Alá salvarme en un hospital de El Cairo"... "El hombre propone
y Dios dispone.." "Yo lo he perdido todo: mujer e hijo. ¿Tanto he de
merecer por ser un pobre hombre y alabar siempre la sabiduría del
Señor?"... "Yo estaba sano y fuerte como un búfalo, pero ahora he
perdido todos mis dientes, y el bribón de mi hijo me ha abandonado.
Rezo al Profeta para que me los devuelva" "Está en manos de Dios que
en El cairo encuentre trabajo, quiero vivir una nueva vida y hallar
una esposa honesta"... Oscilaba así la mirada curiosa de Ahmed entre
los comentarios de los viajeros. El sobre de su padre pasó de mano en
mano: "Naciste bajo una buena estrella, muchacho, porque yo vivo
cerca", le dijo un vejezuelo, "No es más que un callejón de Gizza: el
Muski"...
El tren irrumpía ya en la ciudadela cairota, entre el oleaje
atronador de la muchedumbre, Ahmed, pálido y medroso, siguió al
vejezuelo. Fuera del recinto de la estación, se encrespaban las voces,
los relinchos que arrastraban las calesas. El Cairo peligroso,
desbordado y fanático...
Cuentan que Harún rechazó a Ahmed. Que el esperado contento del
padre se mudó en una frialdad sarcástica. Que la mudez le plegaba el
rostro, porque otra mujer premiaba las complacencias del esposo,
mientras en sus ojos brillaba un destello de crueldad: "¡Harún no
volverá jamás!" Una extraña luz se encendía ahora en los ojos del
padre... "Sólo Alá tiene la llave mágica que abre todas las puertas",
se dijo Ahmed...
F I N
(Barcelona, 12/04/07)
* * *
1-ESTRAPERLISTAS (España años 40)
(A mi
madre, que me explicaba estas historietas)
... "Pero ¿también el niño?... No te pongas así, mujer. Si a mi
Paquito casi ni se le nota. ¿No ves lo canijo que está, la pobre
criatura?... Si, ¿pero y el piquito? ¿Has pensao en el piquito del
niño? Éste larga más que la Regencia,... y cómo aparezcan los del
tricornio... Pero, mujer, si con esa cara de pito a lo mejor hasta me
le dan un pirulí... ¿Un pirulí los del tricornio? Pero qué pedazo de
burras sois las madres. Mira que es manía ésta de cargar con el niño a
toas partes. ¡Tú es que te has creído que vamos de soireé! A ver si
por culpa del papatundas este nos trincan a las dos, ¡ y cómo el
viajecito nos sale barato!", traga saliva Consolación. "¡Ay, Conso,
hija, si te vas a poner así, mejor me devuelves los dos duros!.... ¡No
me sofoques, Visi, ni me salgas ahora con los dos duros!", se
sobrepone Consolación para no mentarle el padre y la madre a su
cuñada. "¡No te digo lo que hay! ¿No soy yo la que te pone el plato
por delante?- ¡A ver! ¿A quién le han dao el chivatazo del aceite sino
a ésta que lo es? ¿Sabes tú las agonías que me ha costado averiguarlo?
Lucida estarías tú y toa la parentela si no tuvieras más arrimo que
las cuatro habichuelas que nos dan con el racionamiento... Bien lo sé,
hija". Visitación es un poco pavisosa, y siempre baja la vista con
recato ante los bronquistas, como las tontas. "Y si tú has conseguido
los dos duros es porque una vez tan sólo le salió por derecho el
trinque de los mecheros al almorranas de tu Roque. Pero, mujer, ¿es
que también te vas a meter con su estreñimiento?", se conduele
Visitación, que es lo que les pasa a todas las lelas. "¡Me meto con
quien me da la gana!, porque si tú pones los dos duros, yo pongo tres,
¿estamos?, así que silencio, mucho silencio, y al sietemesino este...
Sin abusar, Conso, hija", intenta rejonear Visitación como quien toma
una copita de quina San Clemente. "¡Qué abuso ni qué niño muerto!, que
cómo el tresmesino (baja el escalafón Conso)... ¿Otra vez, mujer?...
¡Pareces boba!, cómo si yo no lo conociera. Que no abra la boca, ¿eh?,
que no abra la boca, que le suelto las carracas del Sábado Santo, y le
dejo la cara de pito como para que no lo conozca ni San Pedro. Y
pónmelo a hacer pipí en aquel árbol que éste se nos mea en el vagón,
o, lo que es peor, se le suelta el vientre cuando anden por ahí los
del tricornio... Pero si ya hizo sus cacas esta mañana... ¿Y no andó
de colitis toa la semana?... ¡Anda, niñato, que te podrías parecer al
almorranas de tu padre!... Ven Paquito, haz el pipí aquí en el árbol".
Todos los niños son medio genios hasta los diez años. Por lo general
se resisten a los
agobios y ataduras de esa humanidad disparatada a la que tanto le
gusta descalabrarse por esas tierras de Dios sin atreverse luego a
pedirle cuentas al mundo. Paquito parece un escuchimizado pastueño,
pero es bravito. Y sabe que la tía Conso le tiene rabia. Pero la culpa
de todo la tiene la tonta de su madre. Paquito es difícil de
clasificar entre esa variedad de criaturas que todavía viven la
guerra del estómago. Tiene carita de niño muerto, pero embiste como un
torito. "Anda, paquito, haz pipí... ¡No me sale! ¿Es que no tienes
gana?" Visitación es tan mamífera que por eso tiene la lógica de una
nutria. "¡|Y yo que sé!!" Paquito bizquea, confuso y revuelto. "¡Mira
que después te vas a estar meando por to el camino! Pues me meo,
¡¡pero ahora no quiero!! Con que no, ¿eh?.", dice Consolación con la
voz cada vez más alterada y temblorosa. "¿Por qué no pruebas a ver si
te sale?", confía su madre en que se le estruje la vejiga al niño.
"¡¡Que no, reconcho, que no meo!! (¡toma del frasco, Carrasco!). ¡Ay
hijo!, mira que tengo que estar siempre encima de ti". Hay niños muy
crueles y muy déspotas. "¡El muy cataplasma!, ... si es como el
estreñío de tu Roque. Éste se nos mea delante de los guardias
civiles... No hay que ser tan mal pensadas, Conso. Mira, Paquito,
prenda, (hace de tripas corazón Conso), o meas o... ¿O qué, tía gorda?
(Malo es que algunas criaturas no coman lo debido) Pero, ¿tú lo estás
oyendo?". Visitación no le echa mucho teatro a las salidas de su
Paquito. "¡Mira tú!, aquí las dos riñendo porque a la lombriz esta...
Se conoce que le da vergüenza, mujer. ¡Éste no conoce la
vergüenza!¡Pero la culpa la tengo yo, ¡y nadie más que yo!... ¿Vas a
ser bueno en el tren, Paquito?" Al niño no le valen los buenos deseos
ni las previsiones maternas, bastante tiene ahora con hurgarse la
nariz hasta el fondo. Y cuando su madre no lo mira, le saca la lengua
a la tía Conso: "¡Asquerosa, besuga!" "Pero ¿es que no lo ves?, me
está sacando la lengua, y encima me pone de vuelta y media... Mira
papatundas, te voy a soltar...", echa lumbre por los ojos Consolación.
"¡Qué me vas soltar, tía guarra!" Conso anda ya medio histérica."¡Si
ya te lo dije yo!... Vamos a ver, Paquito, ¿tú por que le tienes tanta
rabia a tu tía Conso?" Paquito alza los hombros... "Prométeme que vas
a ser bueno en el tren. Saca la lengua para darte rabia, mujer. Mira
que no te llevamos... ¡A buenas horas mangas verdes!... Inténtalo,
hijo, pórtate bien,... aunque no quieras hacer el pipí ahora. ¡¡Esta
semana ya me he portao bien!!" (A los niños medio muertos no hay quién
los entienda) "Bueno, ¿qué hacemos, Conso?... Pues, llevárnoslo, ¡so
camama! Ahora que cómo le dé
al acordeón en el viaje, lo deslomo, por muy hijo tuyo que sea..."
Todo es entrar en la estación y empezar el tiempo a ponerse malo.
"¡Hija, lo que nos faltaba, y con este frío! Y mi Paquito que es como
un gorrión. Fíjate que ni paraguas hemos cogido." Se ve perdida
Visitación. "¡Alma de cántaro! Para paraguas estamos las dos..., con
todo lo que tenemos que llenar. Tú cuída de que éste no se mee, y
menos que se le afloje el fuelle. ¡Y no me abesugues más el día, que
por dos cochinos duros! Y si llueve que llueva. A mí el que me da
miedo es el Sardanápalo este. ¡Míralo, ya está dando brincos! ¡Que se
te escurre, mujer!... Hay que arrimarle un poco la paciencia, Conso...
¡Qué más quisiera! ¡Ya se subió al vagón, el muy zascandil! Es que mi
Paquito ha nacío pa viajero. ¿El cañamón ese?", replica con ironía
Conso "¡Pues mira que bien!... ¡Tú es que lo tienes algo atravesao,
Conso, reconócelo!... ¿Algo? ¡Hasta aquí lo tengo!, se señala más allá
del gañote Conso. Ya sabemos que Paquito no es neutro, que es poco
espantadizo, y que con las ventolinas que gasta trae a todo el
vecindario a mal traer. Es medio volatinero y medio mulo. Ahora anda
por debajo del asiento de madera y sigue bizqueando a través de las
junturas. "Pero, ¿tú al niño (¡sal de ahí pedazo de animal!) por qué
no lo has dejao con sus abuelos?", tuerce el gesto Conso. "¿Con
Gertrudis, tu suegra?... Si ya lo dice tu hermano, que tu cabeza es
como un buñuelo lleno de viento. ¡Qué poco lustre, so pisahormigas.!
¿Con quién va a ser? ¡Con tu madre!, ¿o es que tu madre no es mi
suegra?.." El cochino mundo está repleto de lamentables vivencias. Y
Paquito es de los que no pasa de la "o" con un canuto en cuanto a
conducta. "La abuela Gertrudis es una puta... ¡¡Niño!! Pero, ¿tú lo
estás oyendo y no le sueltas un cate, so lela?... Todos mis amigos
dicen que se lo monta con Rafa, el de las alpargatas, que es otro
viejo como ella, y que el abuelo Rufino tiene más cuernos que el toro
que mató a Manolete, y que por eso siempre me está zurrando!... Pero
¿tú al pan pringao este qué le das de comer? ¡Lengua! ¡Menudo golfo!
¿Qué sabrás tú de cuernos, so canijo? Que eso es lo que eres, ¡un
canijo y un enteraíllo! ... Pero, lo peor de todo, es que es verdad,
Conso", le da facilidades Visi. "¡Mira cómo espabilas cuando quieres!
Bien enterada estás. ¡Y tan fresca!... ¡Ay hija, yo ya tengo bastante
con lo que tengo! ... Pero no puedes dejar que el metomentodo de tu
niño siga largando todo lo que larga! Acuérdate (baja la voz Conso)
que cuando tu padre se fue de la lengua con lo del escondite de tu
hermano, al gazuza sietemesino este ("¡tía botija!", le pone otra
banderilla la lombriz que sigue debajo de la ampulosa posadera de
Conso) sólo le faltó meterse a reportero. Hasta los del tricornio
aparecieron por casa. Y si me le trincan al pobre Nacho, aún estaría
echando la barba
en Carabanchel. Lo jorobante, ¡qué puño!, es que no sé todavía cómo
pudo enterarse el muy mequetrefe de tu niño (bueno, no es tan difícil
imaginárselo, porque tu Roque también es de los que no dejan que le
huela el aliento si antes no larga por el gañote hasta encontrarse con
la sinhueso) El caso es que estuvo en un tris de dejarme viuda, y no
veas tú cómo me las vi y me las deseé para encontrar otro agujero
donde meter a tu hermano"... El ligero retraso mamífero de Visi se
nota, como si dijésemos, en que siempre acaba saliéndose por la
tangente. "Oye, Conso, ¿y a mí de qué me suena que hay retretes en
estos trenes? ¿Retretes en esta cafetera? Pero ¿tú te has creído que
esto es el Orienespres ese? ¡Nos ha jeringao la Irenedune esta! ¡Aquí
o te meas encima o revientas!... ¡Y tú sanguijuela! ¿quieres estarte
quieto de una vez? ¡Anda, chica, que como para pordiosear con el
Iscariote este!... Vente, Paquito, que hace mucho frío, y aquí con la
mantita te calentamos tu tía y yo. ¡¡No me da la gana!!" Hay niños
que, a lo mejor, van para mártires, lo que para una tía como Conso
puede ser una ventaja. "Déjate de mantas, que el cafre este es capaz
de comérsela, y ya sabes tú todo lo que hay que tapar con ellas.
¡Hala, hala, y que te dé el aire, niñato! ¡Pero, mujer!..." Las dos
insensatas de Visi y Conso no tienen otra manera de entretener el
tiempo: "Que si claro", la primera, "Que si turbio", la segunda. Luego
se miran la aspereza de sus manos, notan la fatiga de sus resuellos,
olvidadas o perdidas en aquella colmena ruidosa y ahumada de los
vagones. El bullicio del laberinto es fecundo y Paquito sigue
rastreando enaguas. Hace mucho frío. Hay un paisaje encharcado, y
campesinos o pueblerinos de buena voluntad que corren con sacos en la
cabeza. De vez en cuando se ve algún burro. La locomotora sigue
chorreando agua y fuego a la vez. ¡Aire, aire a las ruedas! El revisor
no se hace esperar."¡¡Chicaaa, la manta, que se ven los odres!!"
Incordia Conso. Y Visi, en su modestia mameluca, ejercita la
perplejidad sistemática. El revisor, una vez cuestionado por Conso el
apremio de las distancias, cita los pueblos con ese nuevo español del
porvenir: "¿A ver?... Pontejo del Arzobispo, luego Santa Dorotea la
Llagada, le siguen San Toribio de Pozoviejo y Portón de Hueso
Santo,... Sangüesa del Cristo Crucificado, Murciego de Getsemaní,
Torreclarisa de las Yemas, y, por fin, Castroviejo de los Mártires...
¡Ése!", afirma Conso con la profundísima convicción de una
estraperlista en agraz. "¡Huy, qué catecismo, hija!", fantasea Visi, y
se aclueca en su corrida: "Anda que si lo oyera tu Nacho, con lo
rojillo que es...¡Qué chistas ahí, so acémila!" ("¡El tío Nacho es un
rojo!", propala Paquito las escasas aptitudes familiares para lanzarse
a la vita beata) "Lo ves, so borrega!", pega un bote Conso. "¡Tú sigue
pitando y dale más cañamones al garatusas este!... ¡Ay, Conso, hija "
Al revisor las errantes faunas republicanas se la traen al pairo tanto
como las Guerras Púnicas. "Pero el niño, ¿tiene billete?... ¿Ah, pero
mi Paquito paga?" Visi, fuera de las labores propias de su sexo,
contribuye con su cerebro de adoquín al estudio de la zoología. "Pero
¿no ve usted que no es más que un canijo de cinco años? Si está pa
reclamar sus restos. ¡Ven aquí, riquín!...¡¡No quiero, tía
bigotes!!... En Castroviejo de los Mártires, con el aguacero que se
les echa encima, se quedan como tres cromos desmirriados de Santos
Funerarios. Pero consiguen el aceite como caribes furiosas que, para
alargar sus cinco duros, cazan a salto de mata. ¡De aquí para allá, y
de allá para aquí! Visi sigue con sus curiosas costumbres mamíferas:
es una pardilla fácil de desplumar. Pero Conso, que araña con el feo
hábito de las panteras, se agencia un par de quesos y un chorizamen.
El gorrión, con sus plumitas chorreantes y su piquito canario, grazna
que quiere jamón. "¡Anda y que te zurzan, so mamarracho!... ¡¡Pues,
ahora me meo encima!! ¡Ay, Conso, hija, que éste me coge hoy una
pulmonía!... Los dos odres, repletos, pesan como cincuenta arrobas.
¡Cómo jeringa la vandalicia! Y al papatundas del Paquito se le va
poniendo cara de raposo tras aquella excursión por el instructivo
campo de las industrias estraperlistas. En las estaciones de pueblo, y
ponemos por caso este de Castroviejo de los Mártires, la gente anda
completamente pollina de geografía paisajística. Y más si se te echa
encima el cántaro de los cielos. El tren reaparece con la atardecida,
pasan más burros, los palos del telégrafo, el follaje copudo, y, por
fin, la oscuridad. "¡Qué hambre tengo, Conso!... Pues, aguanta,
chica... Eso es lo que tú quieres pa no soltar el queso... ¡¡Ojo!!"...
Aparecen los del tricornio, tan funerarios, tan guapotes... "¿Y
Paquito?"..." Hay niños gordos y tontos que duermen aunque coman
yerba, como los rumiantes; y niños delgados, listos, que bizquean, y
no duermen aunque coman chorizo... "¿Y esas mantas?" La del tricornio
es una fauna presuntuosa que transita en solitario. En los trenes
trotan a sus anchas, y opositan con entusiasmo en la necedad... "¿Y
qué quieren con este frío?... ¡Ah, ya! Pero, aquí huele muy mal,
señoras. Tira pa lante Pepe, que la peste es atroz... "¡Huy, hija, nos
hemos librao! Pero ¿y esta peste?"... El animalito beligerante de
Paquito se ha ido patas abajo entre las mantas: el chorizamen y el
aceite papeados lo han puesto de pantalón largo...
FIN
(Barcelona, 10/05/07)